Uno de los interesados tenía los ojos venda-dos por el amor y los demás por los seiscientos mil francos. Cosette supo que no era hija de aquel ancia-no, a quien había llamado padre tanto tiempo. En otra ocasión esto la habría lastimado, pero en aquellos momentos supremos de inefable felici-dad, fue apenas una sombra, una nubecilla, que el exceso de alegría disipó pronto. Tenía a Ma-rius. Al mismo tiempo de desvanecerse para ella la personalidad del anciano, surgía la del joven. Así es la vida. Continuó, sin embargo, llamando padre a Jean Valjean. Se dispuso que los esposos habitaran en casa del abuelo. El señor Gillenormand quiso cederles su cuarto por ser el más hermoso de la casa. —Esto me rejuvenecerá —decía—. Es un antiguo proyecto. Había tenido siempre la idea de cónver-tir mi cuarto en cámara nupcial. Su biblioteca se transformó en despacho de abogado para Marius. VII. Recuerdos Los enamorados se veían diariamente, pues Cosette iba a casa de Marius con su padre. Pontmercy y el señor Fauchelevent no se ha-blaban. Parecía algo convenido. Al discutir sobre política, aunque vagamente y sin determinar nada, en el tema del mejoramiento general de la suerte de todos llegaban a decirse algo más que sí y no. Una vez, con motivo de la enseñanza, que Marius quería que fuese gratuita y obligatoria, pro-digada a todos como el aire y el sol, en una palabra, respirable al pueblo entero, fueron de la misma opinión, y casi entraron en conversación. Marius notó entonces que el señor Fauchelevent hablaba bien, y hasta con cierta elevación de len-guaje. Le faltaba, sin embargo, un no se sabe qué. El señor Fauchelevent tenía algo de menos que el hombre de mundo, y algo de más. 477
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