policía, llamado Javert, al que encontraron ahogado deba-jo de un lanchón, entre el Pont—du—Change y el Puente Nuevo. Un escrito que había dejado el tal inspector, hombre por otra parte irreprochable y apreciadísimo de sus jefes, inducía a creer en un acceso de enajenación mental como causa inme-diata del suicidio. —En efecto —pensó Jean Valjean— debía estar loco cuando, a pesar de tenerme en su poder, me dejó ir libre. Se dispuso todo para el casamiento, que se fijó para el mes de febrero. Corría el mes de diciembre. Cosette y Marius habían pasado repentinamente del sepulcro al paraíso. La transición había sido tan inesperada que casi les hizo perder el sentido. —¿Comprendes algo de todo esto? —preguntaba Marius a Cosette. —No —respondía Cosette—; pero me parece que Dios nos está mirando. Jean Valjean concilió y facilitó todo, apresu-rando la dicha de Cosette con tanta solicitud y alegría, a lo menos en la apariencia, como la joven misma. La circunstancia de haber sido alcalde le ayu-dó a resolver un problema delicado, cuyo secreto le pertenecía a él sólo: el estado civil de Cosette. Supo allanar todas las dificultades, dando a Cosette una familia de personas ya difuntas, lo cual era el mejor medio de evitar problemas. Cosette era el último vástago de un tronco ya seco; debía el nacimiento, no a él, sino a otro Fauchelevent, hermano suyo. Los dos hermanos habían sido jardineros en el convento del Pequeño Picpus. Las buenas monjas dieron excelentes informes. Poco aptas y sin incli-nación a sondear las cuestiones de paternidad, no supieron nunca fijamente de cuál de los dos Fau-chelevent era hija Cosette. Se extendió un acta y Cosette fue, ante la ley, la señorita Eufrasia Fauchelevent, huérfana de pa-dre y madre. En cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un legado hecho a Cosette por una persona, ya difunta, y que deseaba permane-cer desconocida. Había esparcidas acá y allá algunas singulari-dades; pero se hizo la vista gorda. 476
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