Pasado, presente, porvenir, nieblas, ideas va-gas en su mente; pero en medio de aquella bruma había un punto inmóvil, una línea clara y precisa, una resolución, una voluntad: encontrar a Cosette. Los cuidados y cariños de su abuelo no lo conmovían; quizá desconfiaba de aquella solicitud como de una cosa extraña y nueva, encaminada a dominarlo. Se mantenía, pues, frío. Y luego, a medida que iba cobrando fuerzas, renacían los antiguos agravios, se abrían de nuevo las envejecidas úlceras de su memoria, pensaba en el pasado, el coronel Pontmercy se interponía entre él y el señor Gillenormand, y el resultado era que ningún bien podía esperar de quien había sido tan injusto y tan duro con su padre. Su salud y la aspereza hacia su abuelo seguían la misma proporción. El anciano lo notaba, y sufría sin des-pegar los labios. No cabía duda de que se aproximaba una crisis. Marius esperaba la ocasión para presentar el combate, y se preparaba para una negativa, en cuyo caso dislocaría su clavícula, dejaría al descu-bierto las llagas que aún estaban sin cerrarse, y rechazaría todo alimento. Las heridas eran sus mu-niciones. Cosette o la muerte. Aguardó el momento favorable con la pacien-cia propia de los enfermos. Ese momento llegó. III. Marius ataca Un día el señor Gillenormand, mientras que su hija arreglaba los frascos y las tazas en el mármol de la cómoda, inclinado sobre Marius, le decía con la mayor ternura: —Mira, querido mío, en lo lugar preferiría aho-ra la carne al pescado. Un lenguado frito es bue-no al principio de la convalecencia; pero después al empezar a levantarse el enfermo, no hay como una chuleta. Marius, que había recobrado ya casi todo su vigor, hizo un esfuerzo, se incorporó en la cama, apoyó las manos en la colcha, miró a su abuelo de frente, frunció el seño, y dijo: —Esto me ayuda a deciros una cosa. —¿Cuál? —Que quiero casarme. 471

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