trai-cionar a la sociedad por ser fiel a su conciencia; todo esto le aterraba. Le sorprendía que Jean Valjean lo perdonara; y lo petrificaba la idea de que él, Javert, hubiera perdonado a Jean Valjean. ¿Qué hacer ahora? Si malo le parecía entregar a Jean Valjean, no menos malo era dejarlo libre. Con ansiedad se daba cuenta de que tenía que pensar. La misma violencia de todas estas emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. ¡Pensar! Cosa inusitada para él, y que le causaba un dolor indecible. Hay siempre en el pensamien-to cierta cantidad de rebelión interior, y le irritaba sentirla dentro de sí. Le quedaba un solo recurso: volver apresura-damente a la calle del Hombre Armado y apode-rarse de Jean Valjean. Era lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no podía. Algo le cerraba ese camino. ¿Y qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa distinta de los tribunales, de las sentencias de la policía y de la autoridad? Las ideas de Javert se confundían. ¿No era horrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para servir y el hombre hecho para sufrir, se pusieran ambos fuera de la ley? Su meditación se volvía cada vez más cruel. Jean Valjean lo desconcertaba. Los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su vida caían por tierra ante aquel hombre. Su gene-rosidad lo agobiaba. Recordaba hechos que en otro tiempo había calificado de mentiras y locu-ras, y que ahora le parecían realidades. El señor Magdalena aparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían, hasta formar una sola, que era venerable. Javert sentía penetrar en su alma algo horrible: la admiración hacia un presi-diario. Pero ¿se concibe que se respete a un presi-diario? No, y a pesar de ello, él lo respetaba. Temblaba. Pero por más esfuerzos que hacía, te-nía que confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Era espantoso. Un presidiario compasivo, dulce, clemente, re-compensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la venganza con la piedad, prefiriendo 463

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=