—Señor —dijo Vasco—, acaban de traer al señori-to. Estaba en la barricada, y... —¡Ha muerto! —gritó el anciano con voz terri-ble—. ¡Ah, bandido! Se torció las manos, prorrumpiendo en una carcajada espantosa. —¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Se ha dejado ma-tar en las barricadas... por odio a mí!, ¡por vengar-se de mí! ¡Ah, sanguinario! ¡Ved cómo vuelve a casa de su abuelo! ¡Miserable de mí! ¡Está muerto! Se dirigió a la ventana, abrió las dos hojas como si se ahogara. —¡Traspasado, acuchillado, degollado, extermi-nado, cortado en trozos, ¿no lo veis? ¡Tunante! ¡Sabía que lo esperaba, que había hecho arreglar su cuarto y colgar a la cabecera de mi cama su retrato de cuando era niño! ¡Sabía que no tenía más que volver, y que no he cesado de llamarlo en tantos años, y que todas las noches me senta-ba a la lumbre, con las manos en las rodillas, no sabiendo qué hacer, y que por él me había con-vertido en un imbécil! ¡Sabías esto, sabías que con sólo entrar y decir soy yo, eras el amo y yo lo obedecería, y dispondrías a lo antojo del bobali-cón de lo abuelo! ¡Y lo has ido a las barricadas! ¡Uno se acuesta y duerme tranquilo, para encon-trarse al despertar con que su nieto está muerto! Se volvió al médico y le dijo con calma: —Caballero, os doy las gracias. Estoy tranquilo, soy un hombre; he visto morir a Luis XVI, y sé sobrellevar las desgracias. Pero, ved como le traen a uno sus hijos a casa. ¡Es abominable! ¡Muerto antes que yo! ¡Y en una barricada! ¡Ah, bandido! No es posible irritarse contra un muerto. Sería una estupidez. Es un niño a quien he criado. Yo había entrado ya en años cuando él todavía era peque-ñito. Jugaba en las Tullerías con su carretoncito, y para que los inspectores no gruñeran, iba yo tapando con mi bastón los agujeros que él hacía en la tierra. Un día gritó: ¡Abajo Luis XVIII! y se fue. No es culpa mía. Su madre ha muerto. Es hijo de uno de esos bandidos del Loira; pero los niños no pueden responder de los crímenes de sus padres. Me acuerdo cuando era así de chiquitito. ¡Qué trabajo le costaba pronunciar la d! En la dulzura del acento se le hubiera creído un pájaro. Por la mañana, cuando entraba en mi cuarto, yo solía refunfuñar, pero su presencia me producía el efecto del sol. No hay 460

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