se las dio al cura. —Señor cura, tomad para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años con una bolsa y una gaita. Iba caminando. Es uno de esos saboyanos, ya sabéis... —No lo he visto. Jean Valjean tomó violentamente otras dos mo-nedas de cinco francos, y las dio al sacerdote. —Para los pobres —le dijo. Y después añadió con azoramiento: —Señor cura, mandad que me prendan: soy un ladrón. El cura picó espuelas y huyó atemorizado. Jean Valjean echó a correr. Siguió a la suerte un camino mirando, llamando y gritando; pero no encontró a nadie. Al fin se detuvo. La luna había salido. Paseó su mirada a lo lejos, y gritó por última vez: —¡Gervasillo! ¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Aquel fue su último intento. Sus piernas se do-blaron bruscamente, como si un poder invisible lo oprimiera con todo el peso de su mala conciencia. Cayó desfallecido sobre una piedra con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y exclamó: —¡Soy un miserable! Su corazón estalló, y rompió a llorar. ¡Era la primera vez que lloraba en diecinueve años! Cuando Jean Valjean salió de casa del obispo, estaba, por decirlo así, fuera de todo lo que había sido su pensamiento hasta allí. No podía explicar-se lo que pasaba en él. Quería resistir la acción angélica, las dulces palabras del anciano: \"Me ha— béis prometido ser hombre honrado. Yo compro vuestra alma. Yo la libero del espíritu de perversi-dad, y la consagro a Dios\". Estas frases se 46

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