VII. El abuelo Marius seguía inmóvil en el canapé donde lo habían tendido a su llegada. El médico estaba ya allí. Lo examinó y, después de cercionarse de que continua-ban los latidos del pulso, de que el joven no tenía en el pecho ninguna herida profunda, y de que la sangre de los labios provenía de las fosas nasales, lo hizo colocar en una cama, sin almohada, con la cabeza a nivel del cuerpo, y aun algo más baja y el busto desnudo, a fin de facilitar la respiración. El cuerpo no había recibido ninguna lesión interior; una bala, amortiguada al dar en la carte-ra, se había desviado y al correrse por las costi-llas, había abierto una herida de feo aspecto, pero sin profundidad y por consiguiente sin peligro. El largo paseo subterráneo había acabado de dislo-car la clavícula rota, y esto presentaba serias com-plicaciones. Tenía los brazos acuchillados; pero ningún tajo desfiguraba su rostro. Sin embargo, la cabeza estaba cubierta de heridas. ¿Serían peligro-sas estas heridas? ¿Eran superficiales? ¿Llegaban al cráneo? No se podía decir aún. El médico parecía meditar tristemente. De tiem-po en tiempo hacía una señal negativa con la cabeza, como si respondiera a alguna pregunta interior. Estos misteriosos diálogos del médico con-sigo mismo son mala señal para el enfermo. En el momento en que limpiaba el rostro y tocaba ape-nas con el dedo los párpados siempre cerrados de Marius, la puerta del fondo se abrió, y apareció en el umbral una figura alta y pálida. Era el abuelo. Sorprendido de ver luz a través de la puerta, se dirigió a tientas hacia el salón. Vio la cama y sobre el colchón a aquel joven ensangrentado, blanco como la cera, con los ojos cerrados, la boca abierta, los labios descoloridos, desnudo hasta la cintura, lleno de heridas, inmóvil y rodeado de luces. El abuelo sintió de los pies a la cabeza un estremecimiento. Se le oyó susurrar: —¡Marius! 459

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