el cuello de su abrigo; luego corrió el cristal delantero, y dijo: —Cochero, calle del Hombre Armado, número siete. No volvieron a despegar los labios en todo el camino. ¿Qué quería Jean Valjean? Acabar lo que había principiado; advertir a Cosette; decirle dónde esta-ba Marius, darle quizá alguna otra indicación útil, tomar, si podia, ciertas disposiciones supremas. En cuanto a él, en cuanto a lo que le concernía personalmente, era asunto concluido; Javert lo ha-bía capturado y no se resistía. A la entrada de la calle del Hombre Armado, el coche se detuvo; Javert y Jean Valjean descendieron. Javert despidió al carruaje. Jean Valjean supuso que la intención de Javert era conducirle a pie al cuerpo de guardia. Se internaron en la calle, que, como de costumbre, se hallaba desierta. Llegaron al número 7; Jean Valjean llamó y se abrió la puerta. —Está bien —dijo Javert—; subid. Y añadió con extraña expresión, y como si le costase esfuerzo hablar así: —Os aguardo. Jean Valjean miró a Javert. Aquel modo de obrar desdecía los hábitos del inspector de poli-cía; pero, resuelto como se mostraba a entregarse y acabar de una vez, no debía sorprenderle mu-cho que Javert tuviese en aquel caso cierta con-fianza altiva, la confianza del gato que concede al ratón una libertad de la longitud de su garra. Subió al primer piso. Una vez allí, hizo una corta pausa. Todas las vías dolorosas tienen sus estaciones. La ventana de la escalera, que era de una sola pieza, estaba corrida. Como en muchas casas antiguas, la escalera tenía vista a la calle. El farol situado enfrente de la casa número 7, comu-nicaba alguna claridad a los escalones, lo que equivalía a un ahorro de alumbrado. Jean Valjean, sea para respirar, sea maquinal-mente, sacó la cabeza por la ventana y miró la calle, que es corta y bien iluminada. Quedó atóni-to: no se veía a nadie. Javert se había marchado. 458

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