Era noche cerrada cuando llegaron al número 6 de la calle de las Hijas del Calvario. Javert fue el primero que bajó, y después de cerciorarse de que aquella era la casa que busca-ba, levantó el pesado aldabón de hierro de la puerta cochera. El portero apareció bostezando, entre dormido y despierto, con una vela en la mano. —¿Vive aquí alguien que se llama Gillenormand? —preguntó Javert. —Sí, aquí vive. —Le traemos a su hijo. —¡Su hijo! —dijo el portero atónito. —Está muerto. Fue a la barricada y ahí le tenéis. —¡A la barricada! —exclamó el portero. —Se dejó matar. Id a despertar a su padre. El portero no se movía. —¡Id de una vez! El portero se limitó a despertar a Vasco, Vasco despertó a Nicolasa y Nicolasa despertó a la seño-rita Gillenormand. En cuanto al abuelo, lo dejaron dormir, pensando que sabría demasiado pronto la desgracia. Mientras subían a Marius al primer piso, Jean Valjean sintió que Javert le tocaba el hombro. Comprendió, y salió seguido del inspector de policía. Subieron al carruaje, y el cochero ocupó su asiénto. —Inspector Javert —dijo Jean Valjean—, conce-dedme otra cosa. —¿Cuál? —preguntó con dureza Javert. —Dejad que entre un instante en mi casa. Des-pués haréis de mí lo que os acomode. Javert permaneció algunos segundos en silen-cio, con la barba hundida en 457

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