para él. Javert no reconoció a Jean Valjean, que estaba desfigurado. ¿Quién sois? —preguntó con voz seca y tranquila. —Yo. —¿Quién? Jean Valjean. Javert colocó en los hombros de Jean Valjean sus dos robustas manos, que se encajaron allí como si fuesen dos tornillos, lo examinó y lo reconoció. Casi se tocaban sus rostros. La mirada de Javert era terrible. Jean Valjean permaneció inerte bajo la presión de Javert, como un león que admitiera la garra de un lince. —Inspector Javert —dijo— estoy en vuestras ma-nos. Por otra parte, desde esta mañana me juzgo prisionero vuestro. No os he dado las señas de mi casa para tratar luego de evadirme. Detenedme. Sólo os pido una cosa. Javert parecía no escuchar. Tenía clavadas en Jean Valjean sus pupilas, en una meditación feroz. Por fin, lo soltó, se levantó de golpe, cogió de nuevo el garrote, y, como en un sueño, murmuró, más bien que pronunció esta pregunta: —¿Qué hacéis ahí? ¿Quién es ese hombre? Seguía sin tutear ya a Jean Valjean. Jean Valjean contestó, y el tono de su voz pareció despertar a Javert. —De él quería hablaros. Haced de mí lo que os plazca, pero antes ayudadme a llevarlo a su casa. Es todo lo que os pido. El rostro de Javert se contrajo, como le suce-día siempre que alguien parecía creerle capaz de una concesión. Sin embargo, no respondió negati-vamente. Sacó del bolsillo un pañuelo que humedeció en el agua, y limpió la frente 455

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