—Imbécil, si arrojas el cadáver al río sin atarle una piedra al pescuezo, flotaría sobre el agua. Jean Valjean tomó maquinalmente la cuerda, como cualquiera habría hecho en su caso. Después de una breve pausa, Thenardier aña-dió: —Porque no vea lo cara ni conozca lo nombre, no lo figures que ignoro lo que eres y lo que quieres. Pero lo voy a ayudar. ¡Aunque eres un imbécil! ¿Por qué no lo arrojaste en el fango? Jean Valjean no despegó los labios. —Bien puede ser que actuaras cuerdamente —añadió Thenardier, pensativo—; porque mañana los obreros habrían tropezado con el cadáver a hilo por hilo, hebra por hebra, quizá llegaran hasta ti. La policía tiene talento. La cloaca es desleal y denuncia, mientras que el río es la verdadera sepultura. Al cabo de un mes se pesca al hombre con las redes en Saint—Cloud. ¿Y qué importa? Está hecho un de-sastre. .¿Quién lo mató? París. Y ni siquiera interviene la justicia. Has obrado a las mil maravillas. Cuanto más locuaz era Thenardier, más mudo se volvía Jean Valjean. —Terminemos nuestro asunto. Partamos el bo-tín. Has visto mi llave; muéstrame lo dinero. Thenardier tenía la mirada extraviada, feroz, amenazante, y sin embargo el tono era amistoso. Aunque sin afectar misterio, hablaba bajo. No era fácil adivinar la causa. Se encontraban solos y Jean Valjean supuso que tal vez habría más bandi-dos ocultos en algún rincón, no muy lejos, y que Thenardier no querría repartir el botín con ellos. —Acabemos —repitió Thenardier—, ¿cuánto tenía ese tipo en los bolsillos? Jean Valjean metió la mano en los suyos. Te-nía la costumbre de llevarlos siempre bien provistos; esta vez, sin embargo, sólo tenía unas cuantas monedas en el bolsillo del chaleco lleno de fango. Las desparramó sobre el suelo, y eran un luis de oro, dos napoleones y cinco o seis sueldos. —Lo has matado casi por las gracias —dijo The-nardier. 452

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