Jean Valjean no contestó. Thenardier continuó: —Es imposible abrir la puerta, y, sin embargo, tienes que marcharte. —Cierto. —Pues bien, compartamos las ganancias. —¿Qué quieres decir? —Has matado a ese hombre, es indudable. Yo tengo la llave. Thenardier indicaba con el dedo a Marius. —No lo conozco —prosiguió—, pero quiero ayu-darte. Debes ser un camarada. Jean Valjean empezó a comprender. Thenar-dier lo tomaba por un asesino. —Escucha volvió a decir Thenardier—. No ha-brás matado a ese hombre sin mirar lo que tenía en el bolsillo. Dame la mitad y lo abro la puerta. Sacando entonces a medias una enorme llave de debajo de su agujereada blusa, añadió: —¿Quieres ver lo que ha de proporcionarte la salida? Mira. Jean Valjean quedó atónito, no atreviéndose a creer en la realidad de lo que veía. Era la provi-dencia en formas horribles; era el ángel bueno que surgía ante él bajo la forma de Thenardier. Este sacó de un bolsillo una cuerda, y se la pasó a Jean Valjean. —Toma —dijo—, lo doy además la cuerda. —¿Para qué? —También necesitas una piedra; pero afuera la hallarás. Junto a la reja las hay de sobra. —¿Y para qué necesito esa piedra? 451
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