separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momen-to, como si aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él. Después de algunos minutos se lanzó convulsi-vamente hacia la moneda de plata de dos francos, la cogió, y enderezándose miró a lo lejos por la llanu-ra, dirigiendo sus ojos a todo el horizonte, anhelan-te, como una fiera asustada que busca un asilo. Nada vio. La noche caía, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada en la clari-dad del crepúsculo. Dio un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había desaparecido. Des-pués de haber andado unos treinta pasos se detu-vo y miró. Pero tampoco vio nada. Entonces gritó con todas sus fuerzas: —¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Calló y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y triste. El hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en aquella soledad con la voz más formidable y más desolada que pueda imaginarse: —¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Si el muchacho hubiera oído estas voces, de seguro habría tenido miedo, y se hubiera guarda-do muy bien de acudir. Pero debía de estar ya muy lejos. Jean Valjean encontró a un cura que iba a caballo. Se dirigió a él y le dijo: —Señor cura: ¿habéis visto pasar a un mucha-cho? —No —dijo el cura. —¡Uno que se llama Gervasillo! —No he visto a nadie. Entonces Jean Valjean sacó dos monedas de cinco francos de su morral, y 45

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