Era de suponer que el hombre andrajoso subi-ría por la rampa a fin de intentar evadirse en los Campos Elíseos. Pero con gran sorpresa del que le seguía, no tomó por la rampa sino que conti-nuó avanzando por la orilla, junto al muelle. Evidentemente su posición se iba poniendo muy crítica. ¿Qué haría, a menos que se arrojara al Sena? El hombre perseguido llegó a un montículo de escombros de una construcción y se perdió tras él. El uniformado aprovechó el momento en que ni veía ni era visto, y, dejando a un lado todo disimulo, se puso a caminar con rapidez. Pronto dio la vuelta al montículo, deteniéndose en segui-da asombrado. El hombre a quien perseguía no estaba allí. Eclipse total del harapiento. El fugitivo no hubiera podido arrojarse al Sena, ni escalar el muelle sin que lo viera su persegui-dor. ¿Qué se había hecho? Caminó hasta el extre-mo de la ribera y permaneció allí un momento, pensativo, con los puños apretados, y registrándo-lo todo con los ojos. De pronto percibió, en el punto donde concluía la tierra y empezaba el agua, una reja de hierro, gruesa y baja, provista de una enorme cerradura y de tres goznes maci-zos. Aquella reja, especie de puerta en la parte inferior del muelle, daba al río. Por debajo pasaba un arroyo negruzco que iba a desaguar en el Sena. Al otro lado de los pesados y mohosos barrotes se distinguía una especie de corredor abo-vedado y oscuro. El hombre cruzó los brazos, y miró la reja con el aire de una persona que se echa en cara algo. Como no bastaba mirar, trató de empujarla, la sacudió, y la reja resistió tenazmente. Era proba-ble que acabaran de abrirla y no había duda de que la habían vuelto a cerrar, lo que probaba que la persona que la abrió no lo hizo con una gan-zúa, sino con una llave. —¡Esto ya es el colmo! ¡Una llave del gobierno! —exclamó. Esperando ver salir al de la blusa o entrar a otros, se puso en acecho detrás del montón de escombros, con la paciente rabia del perro de presa. Por su parte, el carruaje de alquiler, que se-guía todos sus movimientos, se detuvo junto al parapeto. El cochero, previendo que la espera no sería corta, se bajó y ató el saco de avena al hocico de sus caballos. 447
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