sordera se posesiona-ron otra vez de las tinieblas, y Jean Valjean, sin osar moverse, permaneció largo rato contra la pa-red, con el oído atento, la pupila dilatada, miran-do alejarse esa patrulla de fantasmas. III. La pista perdida Preciso es hacer a la policía de aquel tiempo la justicia de decir que, aun en las circunstancias públicas más graves, cumplía imperturbablemente su deber de inspección y vigilancia. Un motín no era a sus ojos un pretexto para aflojar la rienda a los malhechores. Era lo que sucedía por la tarde del 6 de junio a orillas del Sena, en la ribera izquierda, un poco más allá del puente de los Inválidos. Dos hombres, separados por cierta distancia, parecían observarse, evitándose mutuamente. A medida que el que iba delante procuraba alejarse, se empeñaba el que iba detrás en vigilar-lo más de cerca. El que iba delante era un ser de mal talante, harapiento, encorvado a inquieto, que tiritaba bajo una blusa remendada. Se sentía el más débil y evitaba al que iba detrás; en sus ojos había la sombría hostilidad de la huida y toda la amenaza del miedo. El otro era un personaje clásico y oficial, con el uniforme de la autoridad abrochado hasta el cuello. El lector conocería quizá a estos dos hombres si los viera más de cerca. ¿Qué fin se proponía el último? Probablemente suministrar al primero ropa de abrigo. Cuando un hombre vestido por el Estado per-sigue a otro hombre andrajoso, es con el objeto de convertirlo en hombre vestido también por el Estado. Si el de atrás permitía al otro ir adelante y no se apoderaba de él aún era, según las apariencias, con la esperanza de verlo dirigirse a alguna cita importante con algún grupo que fuese buena pre-sa. El hombre del uniforme, divisando un coche de alquiler que iba vacío, indicó algo al cochero. Este comprendió y conociendo evidentemente con quién se las había, cambió de dirección, y se puso a seguir desde lo alto del muelle a aquellos dos hombres. De esto no se impuso el personaje de mala traza que caminaba delante. 446

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