No se dirigía al Sena. La curva que hace el suelo de París en la ribera derecha vacía una de sus vertientes en el Sena y la otra en la gran cloaca. Hacia allá se dirigía Jean Valjean; estaba en el buen camino, pero no lo sabía. De repente oyó sobre su cabeza el ruido de un trueno lejano, pero continuo. Eran los carrua-jes que rodaban. Según sus cálculos, hacía media hora poco más o menos que caminaba, y no había pensado aún en descansar, contentándose con mudar la mano que sostenía a Marius. La oscuridad era más profunda que nunca; pero esta oscuridad lo tran-quilizaba. De súbito vio su sombra delante de sí. Desta-cábase sobre un rojo claro que teñía vagamente el piso y la bóveda, y que resbalaba, a derecha e izquierda, por las dos paredes viscosas del corre-dor. Se volvió lleno de asombro. Detrás de él, en la parte del pasillo que acaba-ba de dejar y a una distancia que le pareció in-mensa, resplandecía rasgando las tinieblas una es-pecie de astro horrible que parecía mirarlo. Era el lúgubre farol de la policía que alumbra-ba la cloaca. Detrás del farol se movían confusamente ocho o diez formas, formas negras, rectas, vagas y terribles. Y es que ese 6 de junio se dispuso una batida de la alcantarilla porque se temía que los venci-dos se refugiaran en ella. Los policías estaban armados de carabinas, ga-rrotes, espadas y puñales. Lo que en aquel momento reflejaba la luz sobre Jean Valjean era la linterna de la ronda del sector. Habían escuchado un ruido y registraban el callejón. Fue un minuto de indecible angustia. Felizmente, aunque él veía bien la linterna, ésta le veía a él mal, pues estaba muy lejos y confundido en el fondo oscuro del subterráneo. Se pegó a la pared, y se detuvo. El ruido cesó. Los hombres de la ronda escuchaban y no oían; miraban y no veían. El sargento dio la orden de torcer a la izquierda y dirigirse a la vertiente del Sena. El silencio volvió a ser profundo, la oscuridad completa, la ceguedad y la 445
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