El niño lloraba. Jean Valjean levantó la cabeza; pero siguió sentado. Sus ojos estaban turbios. Miró al niño como con asombro, y después llevó la mano al palo gritando con voz terrible: —¿Quién anda ahí? —Yo, señor —respondió el muchacho—. Yo, Ger-vasillo. ¿Queréis devolverme mis cuarenta suel-dos? ¿Queréis alzar el pie? Y después irritado ya y casi en tono amenaza-dor, a pesar de su corta edad, le dijo: —Pero, ¿quitaréis el pie? ¡Vamos, levantad ese pie! —¡Ah! ¡Conque estás aquí todavía! —dijo Jean Valjean; y poniéndose repentinamente de pie, sin descubrir por esto la moneda, añadió—: ¿Quieres irte de una vez? El niño lo miró atemorizado; tembló de pies a cabeza, y después de algunos momentos de estu-por, echó a correr con todas sus fuerzas sin volver la cabeza, ni dar un grito. Sin embargo a alguna distancia, la fatiga lo obligó a detenerse y Jean Valjean, en medio de su meditación, lo oyó sollozar. Algunos instantes después, el niño había des-aparecido. El sol se había puesto. La sombra crecía alre-dedor de Jean Valjean. En todo el día no había tomado alimento; es probable que tuviera fiebre. Se había quedado de pie, y no había cambiado de postura desde que huyó el niño. La respiración levantaba su pecho a intervalos largos y desiguales. Su mirada, clavada diez o doce pasos delante de él, parecía examinar con profunda atención un peda-zo de loza azul que había entre la hierba. De pronto, se estremeció: sentía ya el frío de la noche. Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y aboto-nó maquinalmente la chaqueta, dio un paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre algunas piedras. \"¿Qué es esto?\", dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin poder 44

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