rodeado de cabezas de muertos, de donde corría la sangre en rojos y humeantes hilos. El ruido era indecible; un humo espeso y ardiente esparcía casi la noche sobre aquel combate. Fal-tan palabras para expresar el horror. No había ya hombres en aquella lucha, ahora infernal. Demo-nios atacaban, y espectros resistían. Era un heroísmo monstruoso. Cuando por fin unos veinte soldados lograron subir a la sala del segundo piso, encontraron a un solo hombre de pie, Enjolras. Sentado en una silla dormía desde la noche anterior Grantaire, total-mente borracho. —Es el jefe —gritó un soldado—. ¡Fusilémoslo! —Fusiladme —repuso Enjolras. Se cruzó de brazos y presentó su pecho a las balas. Un guardia nacional bajó su fusil y dijo: —Me parece que voy a fusilar a una flor. —¿Queréis que se os venden los ojos? —pregun-tó un oficial a Enjolras. —No. El silencio que se hizo en la sala despertó a Grantaire, que durmió su borrachera en medio del tumulto. Nadie había advertido su presencia, pero él al ver la escena comprendió todo. —¡Viva la República! —gritó—. ¡Aquí estoy! Atravesó la sala y se colocó al lado de Enjolras. —Matadnos a los dos de un golpe —dijo. Y volviéndose hacia Enjolras le dijo con gran dulzura: —¿Lo permites? Enjolras le apretó la mano sonriendo. Estalló la detonación. Cayeron ambos al mis-mo tiempo. La barricada había sido tomada. IX. Marius otra vez prisionero 439
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