supremo re-cuerdo de Cosette: . —Soy hecho prisionero, y me fusilarán. Enjolras, no viendo a Marius entre los que se refugiaron en la taberna, tuvo la misma idea. Pero habían llegado al punto en que no restaba a cada cual más tiempo que el de pensar en su propia suerte. Enjolras sujetó la barra de la puerta, echó el cerrojo, dio dos vueltas a la llave, hizo lo mis-mo con el candado, mientrás que por la parte de afuera atacaban furiosamente los soldados con las culatas de los fusiles, y los zapadores con sus hachas. Empezaba el sitio de la taberna. Cuando la puerta estuvo trancada, Enjolras dijo a los suyos: —Vendámonos caros. Después se acercó a la mesa donde estaban tendidos Mabeuf y Gavroche. Veíanse bajo el paño negro dos formas derechas y rígidas, una grande y otra pequeña, y las dos caras se bosquejaban va-gamente bajo los pliegues fríos del sudario. Una mano asomaba por debajo del paño, colgando hacia el suelo. Era la del anciano. Enjolras se inclinó y besó aquella mano vene-rable, lo mismo que el día antes había besado la frente. Fueron los únicos dos besos que dio en su vida. Nada faltó a la toma por asalto de la taberna Corinto; ni los adoquines lloviendo de la ventana y el tejado sobre los sitiadores; ni el furor del ataque; ni la rabia de la defensa; ni, al fin, cuan-do cedió la puerta, la frenética demencia del exterminio. Los sitiadores al precipitarse dentro de la taber-na con los pies enredados en los tableros de la puerta rota y derribada, no encontraron un solo combatiente. La escalera en espiral, cortada a hacha-zos, yacía en medio de la sala baja; algunos heridos acababan de expirar; los que aún vivían estaban en el piso principal; y allí, por el agujero del techo que había servido de encaje a la escalera empezó un espantoso fuego. Eran los últimos cartuchos. Aque-llos agonizantes, una vez quemados los cartuchos, sin pólvora ya ni balas, tomó cada cual en la mano dos de las botellas reservadas por Enjolras para el Final e hicieron frente al enemigo con estas mazas horriblemente frágiles. Eran botellas de aguardiente. La fusilería de los sitiadores, aunque con la molestia de tener que dirigirse de abajo arriba, era mortífera. Pronto el borde del agujero del techo se vio 438
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