fu-siles enemigos, pues más de la mitad de su cuer-po sobresalía por encima del reducto. Estaba en la batalla como en un sueño. Diríase un fantasma disparando tiros. Se agotaban los cartuchos. Se sucedían los asaltos. El horror iba en aumento. Aquellos hombres macilentos, haraposos, can-sados, que no habían comido desde hacía veinti-cuatro horas, que tampoco habían dormido, que sólo contaban con unos cuantos tiros más, que se tentaban los bolsillos vacíos de cartuchos, heridos casi todos, vendados en la cabeza o el brazo con un lienzo mohoso y negruzco, de cu-yos pantalones agujereados corría sangre, arma-dos apenas de malos fusiles y de viejos sables mellados, se convirtieron en titanes. Diez veces fue atacado y escalado el reducto, y ninguna se consiguió tomarlo. Laigle fue muerto, y lo mismo Feuilly, Joly, Courfeyrac y Combeferre. Marius, combatiendo siempre, estaba tan acribillado de heridas particu-larmente en la cabeza, que el rostro desaparecía bajo la sangre. Cuando no quedaron vivos más jefes que En-jolras y Marius en los dos extremos de la barrica-da, el centro cedió. El grupo de insurrectos que lo defendía retrocedió en desorden. Se despertó a la sazón en algunos el sombrío amor a la vida. Viéndose blanco de aquella selva de fusiles, no querían ya morir. Enjolras abrió la puerta de la taberna, que impedía pasar a los sitiadores. Desde allí gritó a los desesperados: —No hay más que una puerta abierta. Esta. Y cubriéndolos con su cuerpo, y haciendo él solo cara a un batallón, les dio tiempo para que pasasen por detrás. Todos se precipitaron dentro. Hubo un instan-te horrible, queriendo penetrar los soldados y ce-rrar los insurrectos. La puerta se cerró, al fin, con tal violencia, que al encajar en el quicio, dejó ver cortados y pegados al dintel los cinco dedos de un soldado que se había asido de ella. Marius se quedó afuera; una bala acababa de romperle la clavícula, y se sintió desmayar y caer. En aquel momento, ya cerrados los ojos, experi-mentó la conmoción de una vigorosa mano que lo cogía, y su desmayo le permitió apenas este pensamiento en que se mezclaba el 437
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