Atravesaron la pequeña trinchera de la callejue-la Mondetour, y se encontraron solos en la calle. Entre el montón de muertos se distinguía un rostro lívido, una cabellera suelta, una mano agu-jereada en medio de un charco de sangre: era Eponina. Javert dijo a media voz, sin ninguna emoción: —Me parece que conozco a esa muchacha. Jean Valjean colocó la pistola bajo el brazo y fijó en Javert una mirada que no necesitaba pala-bras para decir: Javert, soy yo. Javert respondió: —Toma tu venganza. Jean Valjean sacó una navaja del bolsillo, y la abrió. —¡Una sangría! —exclamó Javert . Tienes razón. Te conviene más. Jean Valjean cortó las cuerdas que ataban las muñecas del policía, y luego las de los pies. Des-pués le dijo: —Estáis libre. Javert no era hombre que se asombraba fácil-mente. Sin embargo, a pesar de ser tan dueño de sí mismo, no pudo menos de sentir una conmo-ción. Se quedó con la boca abierta a inmóvil. Jean Valjean continuó: —No creo salir de aquí. No obstante, si por casualidad saliera, vivo con el nombre de Fauche-levent, en la calle del Hombre Armado, número 7. Javert entreabrió los labios como un tigre y murmuró entre dientes: —Ten cuidado. —Idos —dijo Jean Valjean. Javert repuso: —¿Has dicho Fauchelevent, en la calle del Hom-bre Armado? —Número siete. 435
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