—¡Qué tipo tan raro! —dijo en voz baja Combe-ferre a Enjolras—. Encuentra la manera de no com-batir en esta barricada. —Lo que no le impide defenderla —contestó Enjolras. —Al estilo del viejo Mabeuf —susurró Combefe-rre. Jean Valjean, mudo, miraba la pared que tenía enfrente. Marius se sentía inquieto, pensando en lo que su padre diría de él. De repente, entre dos descargas, se oyó el sonido lejano de la hora. —Son las doce —dijo Combeferre. Aún no habían acabado de dar las doce cam-panadas, cuando Enjolras, poniéndose en pie, dijo con voz tonante desde lo alto de la barricada: —Subid adoquines a la casa y colocadlos en el borde de la ventana y de las boardillas. La mitad de la gente a los fusiles, la otra mitad a las pie-dras. No hay que perder un minuto. Una partida de zapadores bomberos con el hacha al hombro, acababa de aparecer, en orden de batalla, al extremo de la calle. Aquello tenía que ser la cabeza de una columna de ataque. Se cumplió la orden de Enjolras y se dejaron a mano los travesaños de hierro que servían para cerrar por dentro la puerta de la taberna. La forta-leza estaba completa: la barricada era el baluarte y la taberna el torreón. Con los adoquines que quedaron se cerró la grieta. Como los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar las municiones, y los sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma irritante, tomándose todo el tiempo que necesitan. Los preparativos de ataque se hacen siempre con cierta lentitud metó-dica; después viene el rayo. Esta lentitud permitió a Enjolras revisar todo y perfeccionarlo. Ya que semejantes hombres iban a morir, su muerte debía ser una obra maestra. Dijo a Marius: —Somos los dos jefes. Voy adentro a dar algu-nas órdenes; quédate fuera 432
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