El muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha para jugar con algunas monedas que lle-vaba en la mano, y que serían probablemente todo su capital. Entre estas monedas había una de plata de cuarenta sueldos. Se detuvo cerca del arbusto sin ver a Jean Valjean y tiró las monedas que hasta entonces había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano. Pero esta vez la moneda de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la hierba hasta donde estaba Jean Valjean, quien le puso el pie encima. Pero el niño había seguido la moneda con la vista. No se detuvo; se fue derecho hacia el hom-bre. El sitio estaba completamente solitario. El mu-chacho daba la espalda al sol, que doraba sus cabellos y teñía con una claridad sangrienta la salvaje fisonomía de Jean Valjean. —Señor —dijo el saboyano con esa confianza de los niños, que es una mezcla de ignorancia y de inocencia—: ¡Mi moneda! —¿Cómo lo llamas? —preguntó Jean Valjean. —Gervasillo, señor. —Vete —le dijo Jean Valjean. —Señor, dadme mi moneda volvió a decir el niño. Jean Valjean bajó la cabeza y no respondió. El muchacho volvió a decir: —¡Mi moneda, señor! La vista de Jean Valjean siguió fija en el suelo. —¡Mi moneda! —gritó ya el niño—, ¡mi moneda de plata! ¡Mi dinero! Parecía que Jean Valjean no oía nada. El niño le cogió la solapa de la chaqueta, y la sacudió, haciendo esfuerzos al mismo tiempo para separar el tosco zapato claveteado que cubría su tesoro. —¡Quiero mi moneda! ¡Mi moneda de cuarenta sueldos! 43
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