El espectáculo era a la vez espantoso y fascinante. Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga respondía con una copla. Le apun-taban sin cesar, y no le acertaban nunca. Los insurrectos, casi sin respirar, lo seguían con la vista. La barricada temblaba mientras él cantaba. Las balas corrían tras él, pero Gavroche era más listo que ellas. Jugaba una especie de terrible juego al escondite con la muerte; y cada vez que el espectro acercaba su faz lívida, el pilluelo le daba un papirotazo. Sin embargo, una bala, mejor dirigida o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al pi-lluelo. Lo vieron vacilar, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito. Pero se incorporó y se sentó; una larga línea de sangre le rayaba la cara. Alzó los brazos al aire, miró hacía el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar: Si acabo de caer, la culpa es de Voltaire; si una bala me dio, la culpa es... No pudo acabar. Otra bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta. Esta vez cayó con el rostro contra el suelo, y no se movió más. Esa pequeña gran alma acababa de echarse a volar. V. Un hermano puede convertirse en padre En ese mismo momento, en los jardines del Luxem-burgo —porque la mirada del drama debe estar presente en todas partes—, dos niños caminaban tomados de la mano. Uno tendría siete años, el otro, cinco. Vestían harapos y estaban muy pálidos. El más pequeño decía: \"Tengo 429
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