Aquella penumbra, probablemente prevista y calculada por los jefes que dirigían el asalto de la barricada, le fue útil a Gavroche. Bajo el velo de humo, y gracias a su peque-ñez, pudo avanzar por la calle sin que lo vieran, y desocupar las siete a ocho primeras cartucheras sin gran peligro. Andaba a gatas, cogía la cesta con los dientes, se retorcía, se deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un cadáver a otro, y vaciaba las cartucheras como un mono abre una nuez. Desde la barricada, a pesar de estar aún bas-tante cerca, no se atrevían a gritarle que volvierá por miedo de llamar la atención hacia él. En el bolsillo del cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora. —Para la sed —dijo. A fuerza de avanzar, llegó adonde la niebla de la fusilería se volvía transparente, tanto que los tiradores de la tropa de línea, apostados detrás de su parapeto de adoquines, notaron que se movía algo entre el humo. En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento, una bala hirió al cadá-ver. —¡Ah, diablos! —dijo Gavroche—. Me matan a mis muertos. Otra bala arrancó chispas del empedrado jun-to a él. La tercera volcó el canasto. Gavroche se levantó, con los cabellos al vien-to, las manos en jarra, la vista fija en los que le disparaban, y se puso a cantar. En seguida cogió la cesta, recogió, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a desocupar otra cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más efecto que el de inspirarle otra canción: La alegría es mi ser; por culpa de Voltaire; si tan pobre soy yo, la culpa es de Rousseau. Así continuó por algún tiempo. 428
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