—No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado. Jean Valjean, que no recordaba haber prometi-do nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad: —Jean Valjean, hermano mío, vos no pertene-céis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios. X. Gervasillo Jean Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó precipitadamente por el campo, tomando los caminos y senderos que se le presentaban, sin notar que a cada momento desandaba lo andado. Así anduvo errante toda la mañana, sin comer y sin tener hambre. Lo turbaba una multitud de sensaciones nuevas. Sentía cólera, y no sabía con-tra quién. No podía saber si estaba conmovido o humillado. Sentía por momentos un estremecimiento extraño, y lo combatía, oponiéndole el endureci-miento de sus últimos veinte años. Esta situación lo cansaba. Veía con inquietud que se debilitaba en su interior la horrible calma que le había hecho adquirir la injusticia de su desgracia. Y se preguntaba con qué la reemplazaría. En algún ins-tante hubiera preferido estar preso con los gendar-mes, y que todo hubiera pasado de otra manera; de seguro entonces no tendría tanta intranquilidad. Todo el día lo persiguieron pensamientos imposi-bles de expresar. Cuando ya el sol iba a desaparecer en el hori-zonte y alargaba en el suelo hasta la sombra de la menor piedrecilla, Jean Valjean se sentó detrás de un matorral en una gran llanura rojiza, enteramen-te desierta. Estaría a tres leguas de D. Un sendero que cortaba la llanura pasaba a algunos pasos del matorral. En medio de su meditación oyó un alegre ruido. Volvió la cabeza, y vio venir por el sendero a un niño saboyano, de unos diez años, que iba cantando con su gaita al hombro y su bolsa a la espalda. Era uno de esos simpáticos muchachos que van de pueblo en pueblo, luciendo las rodillas por los agujeros de los pantalones. 42

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