que no podría pintar ninguna lengua humana. —Monseñor —dijo el cabo—. ¿Es verdad enton-ces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos... —¿Y os ha dicho —interrumpió sonriendo el obispo— que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá. —Entonces —dijo el gendarme—, ¿podemos de-jarlo libre? —Sin duda —dijo el obispo. Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió. —¿Es verdad que me dejáis? —dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños. —Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? —dijo el gendar-me. —Amigo mío —dijo el obispo—, tomad vuestros candeleros antes de iros. Y fue a la chimenea, cogió los dos candela-bros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un ges-to, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo. Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído. Ahora —dijo el obispo—, id en paz. Y a propó-sito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que pa-séis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día. Después volviéndose a los gendarmes, les dijo: —Señores, podéis retiraros. Los gendarmes abandonaron la casa. Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse. El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja: 41
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