—¡Bendito sea Dios! —dijo ella—. No lo podía encontrar. El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y selto presentó a la señora Magloire. Aquí está. —Sí —dijo ella—; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos? —¡Ah! —dijo el obispo—. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé. —¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado. Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la alcoba, y volvió al lado del obispo. —¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería! El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora Magloire con toda dulzura: —¿Y era nuestra esa platería? La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió: —Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente. —¡Ay, Jesús! —dijo la señora Magloire—. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora, monseñor? El obispo la miró como asombrado. —Pues, ¿no hay cubiertos de estaño? La señora Magloire se encogió de hombros. —El estaño huele mal. —Entonces de hierro. 39

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