criminal; ni aun él mismo lo sabía. Para tratar de expresarlo es preciso com-binar mentalmente lo más violento con lo más suave. En su fisonomía no se podía distinguir nada con certidumbre; parecía expresar un asom-bro esquivo. Contemplaba aquel cuadro; pero, ¿qué pensaba? Imposible adivinarlo. Era evidente que estaba conmovido y desconcertado. Pero, ¿de qué naturaleza era esta emoción? No podía apartar su vista del anciano; y lo único que dejaba traslucir claramente su fisono-mía era una extraña indecisión. Parecía dudar en-tre dos abismos: el de la perdición o el de la salvación; entre herir aquella cabeza o besar aquella mano. Al cabo de algunos instantes levantó el brazo izquierdo hasta la frente, y se quitó la gorra; des-pués dejó caer el brazo con lentitud y volvió a su meditación con la gorra en la mano izquierda, la barra en la derecha y los cabellos erizados sobre su tenebrosa frente. El obispo seguía durmiendo tranquilamente bajo aquella mirada aterradora. El reflejo de la luna hacía visible confusamen-te encima de la chimenea el crucifijo, que parecía abrir sus brazos a ambos, bendiciendo al uno, perdonando al otro. De repente Jean Valjean se puso la gorra, pasó rápidamente a lo largo de la cama sin mirar al obispo, se dirigió al armario que estaba a la cabe-cera; alzó la barra de hierro como para forzar la cerradura; pero estaba puesta la llave; la abrió y lo primero que encontró fue el cestito con la platería; lo cogió, atravesó la estancia a largos pasos, sin precaución alguna y sin cuidarse ya del ruido; entró en el oratorio, cogió su palo, abrió la ventana, la saltó, guardó los cubiertos en su mo-rral, tiró el canastillo, atravesó el jardín, saltó la tapia como un tigre y desapareció. IX. El obispo trabaja Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienve-nido se paseaba por el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada. —Monseñor, monseñor —exclamó—: ¿Sabe Vues-tra Grandeza dónde está el canastillo de los cu-biertos? —Sí —contestó el obispo. 38

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