—No sé —respondió Vasco, intimidado y des-concertado por el aspecto de su amo. Nicolasa es la que acaba de decirme: ahí está un joven, que dice que es el señor Marius. El señor Gillenormand balbuceó en voz baja: —Que entre. Y permaneció en la misma actitud, con la ca-beza temblorosa y la vista fija en la puerta. Se abrió ésta, y entró un joven: era Marius. Marius se detuvo a la puerta como esperando que le dijeran que entrase. Su traje, casi miserable, apenas se veía en la semipenumbra que producía la lámpara. Sólo se distinguía su rostro tranquilo y grave, pero extra-ñamente triste. El señor Gillenormand, sobrecogido de estu-por y de alegría, permaneció algunos momentos sin ver más que una claridad, como cuando se está delante de una aparición. Estaba próximo a desfallecer; era él; era Marius. ¡Al fin, después de cuatro años! Quiso abrir los brazos; se oprimió su corazón de alegría; mil pala-bras de cariño le ahogaban y se desbordaban den-tro de su pecho. Toda esta ternura se abrió paso y llegó a sus labios, y por el contraste que consti-tuía su naturaleza, salió de ellas la dureza, y dijo bruscamente: —¿Qué venís a hacer aquí? —Señor... —empezó a decir Marius, turbado. El señor Gillenormand hubiera querido que Marius se arrojara en sus brazos, y quedó descon-tento de Marius y de sí mismo. Reconoció que él había sido brusco y Marius frío; y era para él una insoportable a irritante ansiedad sentirse tan tier-no y tan conmovido en su interior, y ser tan duro exteriormente. Volvió a su amargura, a interrum-pió a Marius con aspereza: —Pero entonces, ¿a qué venís? Este entonces significaba: si no venís a abra-zarme, ¿a qué venís? Marius miró a su abuelo, que con su palidez parecía un busto de mármol. 377

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