—No llores, por favor —le dijo. —¡Qué he de hacer, si voy a marcharme y tú no puedes venir! —¿Me amas? Cosette le contestó sollozando esta frase del paraíso que nunca es tan seductora como a través de las lágrimas: —Te adoro. —Cosette, nunca he dado mi palabra de honor a nadie, porque mi palabra de honor me causa miedo; sé que al darla mi padre está a mi lado. Pues bien, lo doy mi palabra de honor más sagra-da, de que si lo vas, yo moriré. Había en el acento con que pronunció estas palabras una melancolía tan solemne y tan tran-quila, que Cosette tembló. —Ahora, escucha —continuó Marius—, no me esperes mañana. —¡Un día sin verte! —Sacrifiquemos un día para tener tal vez toda la vida. Mira, creo que conviene que sepas la dirección de mi casa, por lo que pueda suceder; vivo con mi amigo Courfeyrac, en la calle de la Verrerie, número 16. Metió la mano en el bolsillo sacó un cortaplu-mas, y con la hoja escribió en el yeso de la pared: \"Calle de la Verrerie, 16\". Cosette entretanto lo miraba a los ojos. —Dime lo que piensas, Marius; sé que tienes una idea. Dímela. ¡Oh, dímela para que pueda dormir esta noche! —Mi idea es ésta: es imposible que Dios quiera separarnos. Espérame pasado mañana. Mientras que Marius meditaba con la cabeza apoyada en el árbol, se le ocurrió una idea; una idea que él mismo tenía por insensata a imposi-ble. Pero tomó una decisión violenta. 375

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