Cosette volvió hacia él sus hermosos ojos lle-nos de angustia al oírlo tratarla de vos, y respon-dió con voz quebrada. —¿Qué quieres que haga? —dijo juntando las manos. —Está bien —dijo Marius—. Entonces yo me iré a otra parte. Cosette sintió, más bien que comprendió, el significado de esta frase; se puso pálida, su rostro se veía blanco en la oscuridad, y balbuceó: —¿Qué quieres decir? Marius la miró; después alzó lentamente los ojos al cielo, y respondió: —Nada. Cuando bajó los párpados, vio que Cosette se sonreía mirándole. La sonrisa de la mujer amada tiene una claridad que disipa las tinieblas. —¡Qué tontos somos! Marius, se me ocurre una idea. ¡Parte tú también! Te diré dónde. Ven a bus-carme donde esté. Marius era ya un hombre completamente des-pierto. Había vuelto a la realidad, y dijo a Cosette: —¡Partir con vosotros! ¿Estás loca? Es preciso para eso dinero, y yo no lo tengo. ¡Ir a Inglaterra! Ahora debo más de diez luises a Courfeyrac, un amigo a quien tú no conoces. Tengo un sombrero viejo que no vale tres francos, una levita sin botones por delante, mi camisa está toda rota, se me ven los codos, mis botas se calan de agua; hace seis sema-nas que no pienso en todo esto, y por eso no lo lo he dicho, Cosette. ¡Soy un miserable! Tú no me ves más que por la noche, y me das lo amor; ¡si me vieras de día me darías limosna! ¿Ir a Inglaterra! ¡Y no tengo siquiera con qué pagar el pasaporte! Y se recostó contra un árbol que había allí, de pie, con los dos brazos por encima de la cabeza, con la frente en la corteza sin sentir ni la aspereza que le arañaba la frente, ni la fiebre que le gol-peaba las sienes, inmóvil y próximo a caer al suelo, como un monumento a la desesperación. Así permaneció largo rato. Cosette sollozaba. Marius cayó de rodillas a sus pies. 374

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