—¡Perra! Eponina se echó a reír de una manera horrible. —Seré lo que queráis, pero no entraréis. Sois seis, ¿y eso qué me importa? Sois hombres, pues yo soy mujer. No me dais miedo. Marchaos. Os digo que no entraréis en esta casa porque a mí no se me da la gana. Si os acercáis, ladro; ya os he dicho que soy el perro. Me río de vosotros; idos donde queráis, pero no vengáis aquí, os lo prohí-bo. Vosotros a puñaladas y yo a zapatazos, me da lo mismo. Y dio un paso hacia los bandidos; su risa era cada vez más horrible. —No le tengo miedo a nada, ni aun a vos, padre. ¡Qué me importa que me recojan mañana en la calle Plumet, asesinada por mi padre, o que me encuentren dentro de un año en las redes de Saint—Cloud, o en la isla de los Cisnes, en medio de perros ahogados! Tuvo que detenerse; la acometió una tos seca. —No tengo nada que hacer más que gritar y os caen encima, ¡cataplum! Sois seis, yo soy todo el mundo. Thenardier hizo otra vez un movimiento para aproximarse. —¡Atrás! —dijo ella. Thenardier se detuvo. —No me acercaré, pero no hables tan alto. Hija, ¿quieres impedirnos trabajar? Tenemos que ganarnos la vida. ¿No tienes cariño a lo padre? —Me aburrís —dijo Eponina. —Pero es preciso que vivamos, que comamos... —¡Reventad! Los seis bandidos, admirados y disgustados de verse a merced de una muchacha, se retiraron a la sombra y celebraron consejo. —Es una lástima —dijo Babet—. Dos mujeres, un viejo judío, buenas cortinas en las ventanas. Creo que era un buen negocio. —Entrad vosotros —dijo Montparnasse—. Haced el negocio y yo me 371

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=