Y mostró a Eponina una luz que se paseaba por la buhardilla. Era Santos que ponía ropa a secar. Eponina intentó un último recurso: —Pues bien —dijo— esta gente es muy pobre y en esta pocilga no hay un solo sueldo. —¡Vete al diablo! ~exclamó Thenardier—. Cuan-do hayamos registrado la casa ya lo diremos lo que hay dentro. Y la empujó para entrar. —¡Buen amigo Montparnasse —dijo Eponina—, os lo ruego, vos que sois buen muchacho, no entréis. —Ten cuidado, que lo vas a cortar —masculló Montparnasse. Thenardier añadió con su acento autoritario: —Lárgate, preciosa, y deja que los hombres ha-gan sus negocios. Eponina se aferró a la verja, hizo frente a los seis bandidos armados hasta los dientes, y que parecían demonios en la noche, y dijo con voz firme y baja: —¿Queréis entrar? Pues yo no quiero. Los seis demonios se detuvieron estupefactos. Ella continuó: —Amigos, escuchadme bien. Si entráis en el jardín, si tocáis esta verja, grito, golpeo las puer-tas, despierto a los vecinos y hago que os pren-dan, y llamo a la policía. —Y lo haría —dijo Thenardier en voz baja a Brujon. —¡Empezando por mi padre! —dijo Eponina. Thenardier se le aproximó. —¡No tan cerca, buen hombre! Thenardier retrocedió, murmurando entre dientes: 370

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=