Empujó la puerta; un gozne mal aceitado pro-dujo en la oscuridad un ruido ronco y prolongado. Jean Valjean tembló. El ruido sonó en sus oí-dos como un eco formidable, y vibrante, como la trompeta del juicio final. Se detuvo temblando azorado. Oyó latir las arterias en sus sienes como dos martillos de fra-gua, y le pareció que el aliento salía de su pecho con el ruido con que sale el viento de una caver-na. Creía imposible que el grito de aquel gozne no hubiese estremecido toda la casa como la sa-cudida de un terremoto. El viejo se levantaría, las dos mujeres gritarían, recibirían auxilio, y antes de un cuarto de hora el pueblo estaría en movimien-to, y la gendarmería en pie. Por un momento se creyó perdido. Permaneció inmóvil, sin atreverse a hacer nin-gún movimiento. Pasaron algunos minutos. La puer-ta se había abierto completamente. Se atrevió a entrar en el cuarto; el ruido del gozne mohoso no había despertado a nadie. Había pasado el primer peligro; pero Jean Val-jean estaba sobrecogido y confuso. Mas no retro-cedió. Ni aun en el momento en que se creyó perdido retrocedió. Sólo pensó en acabar cuanto antes. En el dormitorio reinaba una calma perfecta. Oía en el fondo de la habitación la respiración igual y tranquila del obispo dormido. De repente se detuvo. Estaba cerca de la cama; había llegado antes de lo que creía. El obispo dormía tranquilamente. Su fisono-mía estaba iluminada por una vaga expresión de satisfacción, de esperanza, de beatitud. Esta ex-presión era más que una sonrisa; era casi un res-plandor. Jean Valjean estaba en la sombra con su barra de hierro en la mano, inmóvil, turbado ante aquel anciano resplandeciente. Nunca había visto una cosa semejante. Aquella confianza lo asustaba. El mundo moral no puede presentar espectáculo más grande: una conciencia turbada a inquieta, próxi-ma a cometer una mala acción, contemplando el sueño de un justo. Nadie hubiera podido decir lo que pasaba en aquel momento por el 37

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