—Está bien; no sé; déjame. Te digo que lo va-yas. —No quiero irme ahora —dijo Eponina con su modo de niño enfadado—; me despedís, cuando hace cuatro meses que no os veía, y apenas he tenido tiempo de abrazaros. Y volvió a echar los brazos al cuello de su padre. —¡Pero qué estupidez! —dijo Babet. —No perdamos más tiempo —dijo Gueulemer—, pueden pasar los polizontes. Eponina se volvió hacia los cinco bandidos. —Pero si es el señor Brujon. Buenas noches, señor Babet, buenas noches, señor Claquesous. ¿No os acordáis de mí, señor Gueulemer? ¿Cómo estáis, Montparnasse? —Sí, todos se acuerdan de ti —dijo Thenardier—. Pero buenas noches, y largo. Déjanos tranquilos. —Esta es la hora de los lobos y no de las gallinas —dijo Montparnasse. Ya ves que tenemos que trabajar aquí —agre-gó Babet. Eponina tomó la mano de Montpamasse. —¡Ten cuidado! —dijo éste— lo vas a cortar, tengo un cuchillo abierto. —Mi querido Montparnasse —respondió Eponi-na dulcemente—, hay que tener confianza en las personas, aunque sea la hija de mi padre. Señor Babet, señor Gueulemer, a mí me encargaron in-vestigar este negocio. Recordad que os he prestado servicios algunas veces. Pues bien, me he in-formado y sé que os expondréis inútilmente. Os juro que no hay nada que hacer en esta casa. —Sólo hay mujeres —dijo Gueulemer. —No hay nadie, los inquilinos se mudaron. —Las luces no se mudaron —dijo Babet. 369

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