—¿Hay algún perro en el jardín? —dijo otro, y comenzó a probar los barrotes. Cuando iba a coger el barrote que Marius qui-tara para entrar, una mano que salió bruscamente de la sombra le agarró el brazo; al mismo tiempo sintió un golpe en medio del pecho y oyó una voz que le decía sin gritar: —Hay un perro. Y vio a una joven pálida delante de él. El hombre tuvo esa conmoción que produce siempre lo inesperado; se le pararon los pelos y retrocedió asustado. —¿Quién es esta bribona? —Vuestra hija. En efecto, era Eponina que hablaba a Therar-dier. Los otros cinco se habían acercado sin ruido, sin precipitación, sin decir una palabra, con la siniestra lentitud propia de estos hombres noc-turnos. —¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás local —exclamó Thenardier—. ¿Vienes a impedimos tra-bajar? Eponina se echó a reír, y lo abrazó. —Estoy aquí, padrecito mío, porque sí. ¿No está permitido sentarse en el suelo ahora? Vos sois el que no debe estar aquí, es bizcocho, ya se lo dije a la Magnon. No hay nada que hacer aquí. Pero abrazadme, mi querido padre. ¡Cuánto tiempo sin veros! ¡Estáis ya fuera! ¡Estáis libre! Thenardier trató de librarse de los brazos de Eponina y murmuró: —Está bien. Ya me abrazaste. Sí, estoy fuera, no estoy dentro. Ahora vete. Pero Eponina redoblaba sus caricias. —Padre mío, ¿cómo lo hicisteis? Debéis tener mucho talento cuando habéis salido de allí. ¡Con-tádmelo! ¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? Dadme noticias de mamá. Thenardier respondió: 368

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