tuteaba a Cosette, debía tratar de vos a Eponina. —¡Señor Marius...! —exclamó ella. Y se detuvo. Parecía que le faltaban las pala-bras a esa criatura que había sido tan desvergon-zada y tan audaz. Trató de sonreír y no pudo. —¿Y entonces...?— volvió a decir. Después se calló y bajó los ojos. —Buenas noches, señor Marius —dijo con brus-quedad, y se fue. V. El perro Al día siguiente, 3 de junio de 1832, Marius, al caer la noche, se dirigía a su cita cuando vio entre los árboles a Eponina que venía hacia él. Dos días seguidos de encuentro era demasiado. Se volvió rápidamente, cambió de camino y se fue por la calle Monsieur. Eponina lo siguió hasta la calle Plumet, lo que no había hecho nunca hasta entonces, pues se contentaba con verlo pasar. Lo siguió, pues, sin que él se diera cuenta, lo vio separar el barrote de la verja y entrar en el jardín. —¡Entra en la casa! —exclamó. Se acercó a la verja, empujó los hierros uno tras otro y encontró fácilmente el que Marius ha-bía separado. —¡Esto sí que no! —murmuró con voz lúgubre. Se sentó al lado del barrote como si lo estuvie-ra cuidando. Así permaneció más de una hora, sin moverse y casi sin respirar, entregada a sus ideas. Hacia las diez de la noche, vio entrar en la calle a seis hombres que iban separados y a corta distancia unos de otros. El primero que llegó a la verja del jardín se detuvo y esperó a los demás; un segundo después estaban todos reunidos. Hablaron en voz baja. —Aquí es —dijo uno. 367

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