Y levantando los ojos vieron a Thenardier. Ataron el trozo al que tenía Brujon, pero no po-dían lanzársela. —Es preciso que uno de nosotros suba a ayu-darlo —dijo Montparnasse. —¡Tres pisos! —replicó Brujon—. ¡Jamás! Sólo un niño podría hacerlo. —¿Y de dónde sacamos un niño ahora? —añadió Gueulemer. —Esperad —dijo Montparnasse—. Yo lo tengo. Echó a correr hacia la Bastilla y a los pocos minutos volvía con Gavroche. —A ver, mocoso, ¿eres hombre? —dijo Gueule-mer, despectivo. —Un mocoso como yo es un hombre, y hombre como vosotros sois mocosos —replicó Gavroche—. ¿Qué hay que hacer? —Trepar por ese tubo, llevar esta cuerda y ayu-dar a bajar al que está allá arriba. Trepó Gavroche y reconoció el rostro despa-vorido de Thenardier. —¡Caramba! —se dijo—. ¡Es mi padre! Bueno, qué importa. En pocos instantes Thenardier se hallaba en la calle. —¿Y ahora, a quién nos vamos a comer? —fueron sus primeras palabras. Inútil es explicar el sentido de esta palabra, de horrorosa transparencia, que significa a la vez ase-sinar y desvalijar. —Había un buen negocio —dijo Brujon—, en la calle Plumet; calle desierta, casa aislada, verja an-tigua y podrida que da a un jardín, mujeres solas. —¿Y por qué no? —Tu hija Eponina fue a ver y trajo bizcocho. —La niña no es tonta —dijo Thenardier—, pero de todos modos será conveniente ver lo que hay allí. 364

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