Sus palabras fueron seguidas de un gran relám-pago deslumbrador que entró por las hendiduras del vientre del elefante. Casi al mismo tiempo reso-nó un feroz trueno. Los niños dieron un grito, pero Gavroche saludó al trueno con una carcajada. —Calma, niños. No movamos el edificio. Fue un hermoso trueno. Y puesto que Dios enciende su luz, yo apago la mía. Los niños se apretaron uno contra otro. Ga-vroche los arregló bien sobre la estera, les subió la manta hasta las orejas, y apagó la luz. Apenas quedó a oscuras su dormitorio, se sin-tió una multitud de ruidos sordos, como si garras o dientes arañaran algo. El ruido iba acompañado de pequeños pero agudos gritos. El más pequeño, helado de espanto, dio un coda-zo a su hermano, pero éste dormía profundamente. —¡Señor! —¿Eh? —dijo Gavroche, que acababa de cerrar los párpados. —¿Qué es eso? —Las ratas. Y volvió a acomodarse. —¡Señor! ¿Qué son las ratas? —Son ratones. Esta explicación tranquilizó un poco al niño. Había visto algunas veces ratones blancos y no les tenía miedo. Sin embargo, volvió a decir: —¡Señor! —¡Qué! —¿Por qué no tenéis gato? —Tuve uno, pero me lo comieron. 360

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