Se encontraba en uno de esos momentos en que todas las ideas que tiene el espíritu se mue-ven y agitan sin fijarse. Tenía una especie de vaivén oscuro en el cerebro. Muchas ideas lo acosaban pero entre ellas ha-bía una que se presentaba más continuamente a su espíritu, y que expulsaba a las demás; había reparado en los seis cubiertos de plata y el cucha-rón que la señora Magloire pusiera en la mesa. Estos seis cubiertos de plata lo obsesionaban. Y estaban allí, a algunos pasos. Y eran macizos. Y de plata antigua. Con el cucharón, valdrían lo menos doscientos francos. Doble de lo que había ganado en diecinueve años. Su mente osciló por espacio de una hora en fluctuaciones en que se desarrollaba cierta lucha. Dieron las tres. Abrió los ojos, se incorporó brus-camente en la cama. Permaneció algún tiempo pensativo. De repente se levantó, se quitó los zapatos que colocó suavemente en la estera cerca de la cama; volvió a su primera postura de sinies-tra meditación, y quedó inmóvil, y hubiera permanecido en ella hasta que viniera el día, si el reloj no hubiese dado una campanada; tal vez esta campanada le gritó ¡Vamos! Se puso de pie, dudó aún un momento y escuchó: todo estaba en silencio en la casa; entonces examinó la ventana; miró hacia el jardín, con esa mirada atenta que estudia más que mira. Estaba cercado por una pared blanca bastante baja y fácil de escalar. Después, con el ademán de un hombre re-suelto, se dirigió a la cama, cogió su morral, lo abrió, lo registró, sacó un objeto de hierro que puso sobre la cama, se metió los zapatos en los bolsillos, cerró el saco y se lo echó a la espalda, se puso la gorra bajando la visera sobre los ojos, buscó a tientas su palo, y fue a colocarlo en el ángulo de la ventana; después volvió a la cama y cogió resueltamente el objeto que había dejado allí. Parecía una barra de hierro corta, aguzada como un chuzo: era una lámpara de minero. A veces se empleaba a presidiarios en faenas mine-ras cerca de Tolón y no es, por tanto, de extrañar que Valjean tuviera en su poder dicho implemen-to. Con ella en la mano, y conteniendo la respira-ción, se dirigió al cuarto contiguo. Encontró la puerta entornada. El obispo no la había cerrado. Jean Valjean escuchó un momento. No se oía ruido alguno. 36

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