La cama de Gavroche tenía de todo. Es decir, tenía un colchón y una manta. El colchón era una estera de paja; la manta un pedazo grande de lana tosca, abrigadora y casi nueva. Los tres se echaron sobre la estera. Aunque eran pequeños, ninguno podía estar de pie en la alcoba. —Ahora —dijo Gavroche—, vamos a suprimir el candelabro. —Señor —dijo el mayor de los hermanos mos-trando la manta—, ¿qué es esto? ¡Es muy calentita! Gavroche dirigió una mirada de satisfacción a la manta. —Es del jardín Botánico —dijo—. Se la pedí a los monos. Y mostrando la estera en que estaban acosta-dos, añadió: —Esta era de la jirafa. Los animales tenían todo esto, y yo lo tomé. Les dije: es para el elefante. Y por eso no se enojaron. Los niños contemplaban con respeto temeroso y asombrado a este ser intrépido a ingenioso, vagabundo como ellos, solo como ellos, miserable como ellos, que tenía algo admirable y poderoso, y cuyo rostro se componía de todos los gestos de un viejo saltimbanqui, mezclados con la más sen-cilla y encantadora de las sonrisas. —No debéis preocuparos por nada —les dijo—. Yo os cuidaré. Ya veréis cómo nos divertiremos. En el verano nos bañaremos en el estanque; co-rreremos desnudos sobre los trenes delante del puente de Austerlitz. Esto hace rabiar a las lavan-deras, que gritan como locas. Iremos al teatro, iremos a ver guillotinar, os presentaré al verdugo, el señor Sansón. ¡Ah, lo pasaremos muy bien! En ese momento cayó una gota de resina en el dedo de Gavroche, y le recordó las realidades de la vida. —Se está gastando la mecha —dijo—. ¡Atención! No puedo gastar más de un sueldo al mes en luz. Cuando uno se acuesta es para dormir, no para leer novelas. 359

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