Y se separaron, dirigiéndose Montparnasse ha-cia la Grève y Gavroche hacia la Bastilla. Hace veinte años se veía aún en la plaza de la Bastilla un extraño monumento, el esqueleto gran-dioso de una idea de Napoleón. Era un elefante de cuarenta pies de alto, construido de madera y mampostería. Muy pocos extranjeros visitaban aquel edificio; ningún transeúnte lo miraba. Estaba ya ruinoso, rodeado de una empalizada podrida, y manchada a cada instante por cocheros y borrachos. Al llegar al coloso, Gavroche comprendió el efecto que lo infinitamente grande podía producir en lo infinitamente pequeño, y dijo: —¡No tengáis miedo, hijos míos! Después entró por un hueco de la empalizada en el recinto que ocupaba el elefante y ayudó a los niños a pasar por la brecha. Estos, un tanto asustados, seguían a Gavroche sin decir palabra, y se entregaban a, aquella pequeña providencia ha-rapienta que les había dado pan y les había pro-metido un techo. Había en el suelo una escalera de mano que servía en el día a los trabajadores de un taller vecino. Gavroche la apoyó contra las patas del elefante y dijo a los niños: —Subid y entrad. Ellos se miraron aterrados. —¡Tenéis miedo! Mirad. Se abrazó al pie rugoso del elefante y en un abrir y cerrar de ojos, sin dignarse hacer use de la escala, llegó a una grieta; entró por ella como una culebra, desapareció, y un momento después apa-reció su cabeza por el borde del agujero. —¡Ea! —gritó—, subid ahora, cachorros. ¡Ya ve-réis lo bien que se está aquí! El pilluelo les inspiraba miedo y confianza a la vez; además llovía muy fuerte. Se arriesgaron y subieron. Cuando estuvieron los tres adentro, Ga-vroche dijo, con orgullo: —¡Enanitos, estáis en mi casa! 357

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