Montparnasse no pudo contener una exclama-ción. —¡En el elefante! —Sí, en el elefante. ¿Y qué? —No, nada. ¿Se está bien allí? —Fenomenal. No hay vientos encajonados como bajo los puentes. —¿Y cómo entras? —Entrando. —¿Hay algún agujero? —Claro, pero no se debe decir. Es por las patas delanteras. —Y tú escalas, ya comprendo. —Para los cachorros pondré una escalera. —¿De dónde demonios sacaste estos mochuelos? —Me los regaló un peluquero. Montparnasse estaba preocupado. —Me reconociste con facilidad —murmuró. Sacó del bolsillo dos cañones de pluma rodea-dos de algodón y se los introdujo en los agujeros de las narices. —Eso lo cambia —dijo Gavroche—. Estás menos feo, deberías usarlos siempre. Montparnasse era un buenazo, pero a Gavroche le gustaba burlarse de él. —Y ahora, muy buenas noches —dijo Gavroche—, me voy a mi elefante con mis monigotes. Si por casualidad alguna noche me necesitas, ve a bus-carme allá. Vivo en el entresuelo; no hay portero; pregunta por el señor Gavroche. 356

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