y puso el sueldo en el mostrador, gritando: —¡Mono! Cinco céntimos de pan. El panadero, que era el dueño en persona, cogió un pan y un cuchillo. —¡En tres pedazos, mozo! —gritó Gavroche, aña-diendo con dignidad—: Somos tres. El panadero cortó el pan y se guardó el suel-do. Gavroche tomb el pedazo más chico para sí y dijo a los niños: —Ahora, ¡engullid, monigotes! Los niños lo miraron sin comprender. —¡Ah, es verdad! —exclamó Gavroche riendo—. No entienden, son tan ignorantes los pobres. Siempre riendo, les dijo: —Comed, pequeños. Los pobres niños estaban hambrientos, y Gavroche también. Se fueron comiendo el pan por la calle, y así llegaron a la lúgubre calle Ballets, al fondo de la cual se ve el portón de la cárcel de la Force. —¡Caramba! ¿Eres tú, Gavroche? —dijo alguien. —¡Caramba! ¿Eres tú, Montparnasse? Un hombre acababa de acercarse al pilluelo; era Montparnasse disfrazado, con unos curiosos anteojos azules. —¡Diablos! —dijo Gavroche—. ¡Qué anteojos! Tie-nes estilo, palabra de honor. —¡Chist! No hables tan alto. Y se lo llevó fuera de la luz de las tiendas. Los niños los siguieron tornados de la mano. —¿Sabes adónde voy? —dijo Montpamasse. 354

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