—¡Pobre niña! —dijo Gavroche—. No tiene ni calzones. ¡Ponte esto aunque sea! Y quitándose el chal de lana que tenía al cuello, lo echó sobre los hombros delgados y amoratados de la niña, que lo contempló con asombro, y recibió el chal en silencio. En cierto grado de miseria, el pobre en su estupor no flora ya su mal ni agradece el bien. Y Gavroche continuó su camino; los dos niños lo seguían. Pasaron frente a uno de esos estrechos enre-jados de alambre que indican una panadería, porque el pan se pone como el oro detrás de rejas de hierro. —A ver, muchachos, ¿habéis comido? —Señor —repuso el mayor—, no hemos comido desde esta mañana. —¿No tenéis padre ni madre? —Excúseme, señor, tenemos papá y mamá, pero no sabemos dónde están. —A veces es mejor eso que saberlo —dijo Ga-vroche, que era un gran filósofo. —Hace dos horas que buscamos por los rinco-nes y no encontramos nada. —Lo sé, los perros se lo comen todo. Y continuó después de un momento de silencio: —¡Ea! Hemos perdido a nuestros autores. Eso no se hace, cachorros, no debemos perder así no más a las personas de edad. Pero como sea, hay que manducar. No les hizo ninguna pregunta. ¿Qué cosa más normal que no tener domicilio? Se detuvo de pronto y registró todos los rincones que tenía en sus harapos. Por fin le-vantó la cabeza con una expresión que no que- ría ser satisfecha, pero que en realidad era triunfante. —Calmémonos, monigotes. Ya tenemos con qué cenar los tres. Y sacó de un bolsillo un sueldo. Los empujó hacia la tienda del panadero, 353

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