cinco años entraron a la tienda pidiendo algo con un murmullo lastimero, que más parecía un gemido que una súplica. Ha-blaban ambos a la vez y sus palabras eran ininteli-gibles, porque los sollozos ahogaban la voz del menor y el frío hacía castañetear los dientes del mayor. El barbero se volvió con rostro airado y, sin abandonar la navaja, los echó a la calle y cerró la puerta diciendo: —¡Venir a enfriarnos la sala por nada! Los niños echaron a andar llorando. Empezaba a llover. Gavroche fue tras ellos. —¿Qué tenéis, pequeñuelos? —No sabemos dónde dormir. —¿Y eso es todo? ¡Vaya gran cosa! ¡Y se llora! Y adoptando un acento de tierna autoridad y de dulce protección, añadió: —Criaturas, venid conmigo. —Sí, señor —dijo el mayor. Lo siguieron y dejaron de llorar. Gavroche los llevó en dirección a la Bastilla. En el camino se entretenía. Al pasar, salpicó de barro las botas lustradas de un transeúnte. —¡Bribón! —gritó éste furioso. Gavroche sacó la nariz del tapaboca. —¿Se queja de algo el señor? —¡De ti! —Se ha cerrado el despacho, y ya no admito reclamos. Y se volvió a tapar la boca. Mientras caminaban, escuchó un sollozo y descubrió junto a una puerta cochera a una mu-chachita de trece a catorce años, helada, y con un vestidito tan corto que apenas le llegaba a la rodilla. 352

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