oigáis, porque podríais tener miedo. Sois mi ángel, dejadme venir; creo que me voy a morir. ¡Si supieseis! ¡Os adoro! Perdonadme; os hablo, y no sé lo que os digo; os incomodo tal vez. ¿Os incomodo? —¡Oh, madre mía! —murmuró Cosette. Se le doblaron las piernas como si se muriera. El la cogió; ella se desmayaba; la tomó en sus brazos, la estrechó sin tener conciencia de lo que hacía, y la sostuvo temblando. Estaba perdido de amor. Balbuceó: —¿Me amáis, pues? Cosette respondió en una voz tan baja, que no era más que un soplo que apenas se oía: —¡Ya lo sabéis! Y ocultó su rostro lleno de rubor en el pecho del joven. No tenían ya palabras. Las estrellas empeza-ban a brillar. ¿Cómo fue que sus labios se encon-traron? ¿Cómo es que el pájaro canta, que la nieve se funde, que la rosa se abre? Un beso; eso fue todo. Los dos se estremecieron, y se miraron en la sombra con ojos brillantes. No sentían ni el frío de la noche, ni la frialdad de la piedra, ni la humedad de la tierra, ni la humedad de las hojas; se miraban, y tenían el corazón lleno de pensamientos. Se habían cogido las manos sin saberlo. Poco a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La noche estaba serena y espléndida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como dos espíritus, se lo dijeron todo: sus sueños, sus felicidades, sus éxta-sis,,sus quimeras, sus debilidades; cómo se habían adorado de lejos, cómo se habían deseado, y su desesperación cuando habían cesado de verse. Se confiaron en una intimidad ideal, que ya nunca sería mayor, lo que tenían de más oculto y secreto. Cuando se lo dijeron todo, ella reposó su ca-beza en el hombro de Marius, 348

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