y lo guardó. Pasó todo el día sumida en una especie de aturdimiento. III. Los viejos desaparecen en el momento oportuno Cuando llegó la noche, salió Jean Valjean, y Co-sette se vistió. Se peinó del modo que le sentaba mejor y se puso un bonito vestido. ¿Quería salir? No. ¿Esperaba una visita? No. Al anochecer bajó al jardín. Empezó a pasear bajo los árboles, separando de tanto en tanto al-gunas ramas con la mano porque las había muy bajas. Así llegó al banco. Se sentó, y puso su mano sobre la piedra, como si quisiese acariciarla y ma-nifestarle agradecimiento. De pronto sintió esa sensación indefinible que se experimenta, aun sin ver, cuando se tiene al-guien detrás. Volvió la cabeza y se levantó. Era él. Tenía la cabeza descubierta; parecía pálido y delgado. Tenía, bajo un velo de incomparable dul-zura, algo de muerte y de noche. Su rostro estaba iluminado por la claridad del día que muere y por el pensamiento de un alma que se va. Cosette no dio ni un grito. Retrocedió lenta-mente, porque se sentía atraída. El no se movió. Cosette sentía la mirada de sus ojos, que no podía ver a través de ese velo inefable y triste que lo rodeaba. Cosette, al retroceder, encontró un árbol, y se apoyó en él; sin ese árbol se hubiera caído al suelo. Entonces oyó su voz, aquella voz que nunca había oído, que apenas sobresalía del susurro de las hojas, y que murmuraba: —Perdonadme por estar aquí, pero no podía vivir como estaba y he venido. ¿Habéis leído lo que dejé en ese banco? ¿Me reconocéis? No tengáis miedo de mí. ¿Os acordáis de aquel día, hace ya mucho tiempo, en que me mirasteis? Fue en el Luxemburgo, cerca del Gladiador. ¿Y del día que pasasteis cerca de mí? El l6 de junio y el 2 de julio. Va a hacer un año. Hace mucho tiempo que no os veía. Vivíais en la calle del Oeste, en un tercer piso; ya veis que lo sé. Yo os seguía. Des-pués habéis desaparecido. Por las noches vengo aquí. No temáis; nadie me ve; vengo a mirar vues-tras ventanas de cerca. Camino suavemente para que no lo 347

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