—¡Viejo imbécil! —murmuró Montparnasse. ¿Quién era aquel viejo? El lector lo habrá adi-vinado sin duda. Montparnasse, estupefacto, miró cómo desapa-recía en el crepúsculo; pero esta contemplación le fue fatal. Mientras que el viejo se apartaba, Gavroche se aproximaba. Saliendo de la maleza, se arrastró en la som-bra por detrás de Montparnasse que seguía in-móvil. Así llegó hasta él sin ser visto ni oído. Metió suavemente la mano en el bolsillo de atrás de su pantalón, cogió la bolsa, retiró la mano y volviendo a la rastra, hizo en la oscuridad una evolución de culebra. Montparnasse, que no te-nía motivo para estar en guardia, y que meditaba quizás por primera vez en su vida, no notó nada. Gavroche, así que llegó donde estaba el señor Mabeuf, tiró la bolsa por encima del seto, y huyó a todo correr. La bolsa cayó a los pies del señor Mabeuf. El ruido lo despertó; se inclinó, la cogió y la abrió sin comprender nada. Era una bolsa que contenía seis napoleones. El señor Mabeuf, muy asustado, la llevó a su criada. —Esto viene del cielo —dijo la tía Plutarco. 343

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